Cuentos de allí y allá
Circo
Laura Romina Scarpelli
Con normalidad
la dejaría a una absolutamente desorientada el hecho de despertar con el cuerpo
en concordancia con una silla ajena, en la esquina (al parecer derecha, aunque
nada es absoluto) de una habitación de una habitación de paredes
desproporcionadas.
Probablemente
tenía las manos atadas tras el respaldo de la silla. ¿Qué habrá sido de las
vendas manchadas de sangre que decoraban sus muñecas? ¿Y por qué aún conservaba
el cigarrillo a medio fumar en la comisura de sus labios?
El humo
encontraría su muerte en arabescos cuando puede comenzar a percibirse apenas el
color de sus pupilas (castañas, pero amarillas si queremos volverla todavía más
hermosa) detrás de sus anormalmente espesas pestañas negras.
¿Por dónde
proseguir?
La forma en que
había llegado hasta allí, no importaba. Las circunstancias, tampoco.
Ahora había que
poder ver con la mirada cansada, el globo ocular con pequeñas rayuelas rojas
que parecían querer meterse entre su campo de visión. Era extraño, pues las
mesas solían ser cuadradas. Rectangulares, a lo sumo. Pero ahora, medio de
frente, más allá de su nariz respingada, más allá de sus costillas y de las
tenues marcas en la delgadez de sus piernas, más allá de sus zapatos pesados,
se extendía, desafiante, la circunferencia que pretendía ser mesa, bajo una luz
directa en una habitación en la que sólo se distinguía con claridad el plato
con inmensas rosas rojas, centrado, y los bordes difusos y sangrantes de
aquello que se creía mesa. Extrañas criaturas las mesas.
-Sentite segura
de abrir por completo los ojos…
Suspiró
alguien. Tal vez, la oscuridad.
-…Ellos no
pueden divisarte.
Y sus pupilas
amarillas se extendieron al resto de la habitación.
-¿Va a pasar
algo?- Resuenan como pueden sus labios carnosos a través del eterno cigarrillo.
Y obtuvo
respuesta, si es que puede llamársele así al chillido de una puerta.
Cosas. Cosas
aludentes a la repugnancia. Cosas con el cerebro atrofiado por las telenovelas
de las cuatro de la tarde, con polleras por debajo de las rodillas, sucias y
malolientes, los pies deformes, el pelo canoso, las manos contaminadas con
exceso de sal y saliva, la dentadura podrida, los ojos inyectados que proyectan
una mirada que quiere ser tierna, aunque sólo logra causar más repulsión en la
criatura sublime que las miraba incrédula desde la silla en la esquina tal vez
derecha de la desproporcionada habitación.
Cosas. Cosas
con forma de personas.
Se sientan cada
una en una silla (más pequeñas que aquella en la que reposaba ella) alrededor
de la mesa, riendo y gorjeando escandalosamente, exponiendo su extrema
ignorancia sin ningún tipo de pudor.
¿Cómo pueden?
Era difícil
mantener la hilaridad del presente ante tal escena.
Debió rendirse
ante la idea de que todo era producto de la imaginación de alguien (de ella, de
otro, de la oscuridad).
Entonces, sin
que nadie se inmute, un mono trepa por la pata de la criatura que quiere ser
mesa, y se sienta sobre el plato de las rosas. Quedan (las que no perecen bajo
el peso del animal) alrededor de sus patas, y cada una de las cosas toma una de
las hermosas gemas rojas.
A las rosas (en
especial las rojas) debe tratárselas con sumo cuidado y respeto, ya que son
unas de las flores más majestuosas y vengativas de las que se tiene
conocimiento.
Cada una con su
respectiva rosa de frente a la mesa, con completo desdén comienzan a arrancar
cada orgásmico pétalo, y, en un inhumano acto del que cualquier dictador
genocida se avergonzaría, se lo llevan a la boca, lo mastican y lo tragan y lo
celebran al unísono.
Las arcadas
suben por el cuello de ella, mientras se le escapa el odio vuelto lágrimas.
El mono,
sentado en la espalda de la criatura que quiere ser mesa, capta sus inmensos
ojos amarillos, y llamando la atención de las cosas, la señala vagamente.
El asco es
aplacado por el estado de alerta.
Se inicia una
especie de disputa entre las cosas, que hablan como si tuvieran comida en la
garganta, acerca de quién se pararía, de que había dolor de piernas, de que los
huesos no son como antes, de que antes las jovencitas eran decentes, las casas
se inundaban, los esposos golpeaban a sus mujeres y en el verano no hacía tanto
calor.
Ella pone todo
su empeño, luego de confirmar que su revólver seguía guardado en la pequeña
funda que rodeaba su pierna, bajo la falda del vestido, en recordar cuantas
balas quedan.
Una de las
cosas emprendió camino hacia ella.
Y ella, con
cinco balas.
La cosa se
acerca y desenvuelve las arcadas tras su aliento putrefacto. Trata de desatar
el nudo, pero no puede. Sus manos son torpes y sus labios no dejan de producir
un sonido que no es de succión, pero podría parecérsele, y la mente de ella está al borde del colapso.
NO PUEDE SOPORTAR.
Cuando la cosa,
convencida de haber desatado el nudo –aunque en realidad, ella tironeó hasta
romper aquello que la ataba- la toma con una mano sudorosa y la lleva hasta la
mesa.
Se sienta, y
las cosas ríen y babean y se hurgan la nariz, y el odio de ella es
inconmensurable.
Cinco balas
pero no quince.
Quince cosas y
sin contar al mono, y no veía cómo salir de ahí.
Aún quedan
rosas en el plato. Una de las cosas toma una, y se la ofrece a ella. Asco ante
tal atrocidad, y la rosa le toca apenas la nariz, aroma celestial, y ella se
niega rotundamente a separar sus carnosos labios (que perdieron la colilla del
cigarrillo en algún indeterminado momento de soledad).
Cinco balas,
pero no quince y sin contar al mono, y nadie digno de escuchar una reflexión, y
no hay forma de escapar de ahí.
Las cosas
siguen gritando y babeando y profanando rosas como si estuvieran exhumeradas de
la condena que debería imponerles el mundo.
La vista de
ella se retuerce, las lágrimas la invaden mientras las cosas tratan de hacerla
participar, de hacerla una de ellas, amorfa y asquerosa, como todas las allí
presentes.
“Tal vez,
gritarían” piensa ella. “Tal vez hagan con mi cuerpo lo que hacen con las
rosas. Tal vez me dejen pudrirme acá, en esta silla”
No importaba.
Era mejor que volverse una cosa, era más digno, más placentero. Cinco balas
pero no quince, cuando su mente trata de elaborar una reflexión a la altura de
las circunstancias, pero sólo maquina, apenas, para guiar a la mano a
expresarse a través del metal frío que linda con su sien, y se pierde con el
aliviante e ínfimo sufrimiento que prosigue al frenesí de un delgado dedo
índice que acciona, con morbosa delicadeza, el gatillo de un revólver.