TRAGEDIA
GRIEGA
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Las voces de
los antiguos nos hablan
Por Tomás Rodríguez
El género
de la tragedia en Grecia tiene origenes remotos y hasta inciertos. No se sabe,
hasta el día de hoy, si fue nacido de los rituales y festividades griegas como
la comedia, o si fue una invención pura de la ciudad de Atenas. Lo cierto es
que aquellas grandes tragedias siguen representándose hoy sobre los escenarios del
mundo, aun cuando estemos hablando de textos del siglo V a. c.
Pero ¿dónde
radica la actualidad de las tragedias? ¿Qué es una tragedia? ¿Por qué decimos
que algo es “trágico”? “Tragedia” viene del griego tragedia, o sea “macho cabrío” o “danza del macho cabrío”, el animal
al cual se acostumbraba sacrificar en honor a los dioses para que estos fueran
buenos con los hombres. Tenemos un primer elemento: un sacrificio. ¿Sacrificio
para qué? Para mantener la benevolencia de los dioses, para mantener la armonía
y la paz. Para resguardar el orden. En la mayoría de las obras trágicas hay una
muerte que sirve para expiar la mancha sobre el orden.
Claro,
aparece la figura del héroe ya que todas las tragedias cuentan con ellos. Hoy
en día le llamamos héroe a cualquier persona que hace el bien por otros, o que
salva a algún indefenso de algún mal. Pero en una tragedia griega el concepto
es muy distinto al que nosotros manejamos: los héroes trágicos, según dice Aristóteles,
no deben de ser “ni buenos ni malos”, sino que han de ser parecidos a los seres
humanos, llenos de virtudes, llenos de vicios. ¿Por qué? El espectador de una
tragedia griega debe identificarse con el héroe, o sea, hacer catarsis, con el fin de que el
espectador pudiera expiar todas sus pasiones destructoras y sus vicios en las
tragedias.
Pero ¿dónde
radica la vigencia de las tragedias? En su gran tema de carácter político:
¿hasta dónde mi accionar es legítimo y hasta dónde estoy cruzando el límite que
se me impone y que no puedo cruzar?
Antígona,
hija de Edipo, pierde a sus dos hermanos, Etéocles y Polinices, en una guerra
en la que ambos se enfrentan, uniéndose Polinices a los enemigos de Corinto (su
ciudad natal) para pelear contra su hermano, convirtiéndose así en alto traidor
a su ciudad. Creonte, gobernante de Corinto, ordena que se sepulte a Etéocles
con honores y que el cuerpo de Polinices quede sin sepultura, tal como marca la
ley de Corinto. Antígona desafía a Creonte, y entierra a escondidas el cuerpo
de su hermano Polinices, ya que según ella existe una ley, otra ley, la de los
antiguos dioses subterráneos, a los cuales la familia de Antígona venera. Ambas
legitimidades, la religiosa y la política, entran en conflicto. Creonte,
furioso, condena a muerte a Antígona, y es entonces donde Tiresias, el adivino,
le advierte que su furia es excesiva y que los dioses no aprueban ese tipo de
desbordes. “¡Mentiroso, charlatán!” le grita Creonte a Tiresias, y desobedece
su advertencia. Minutos después Creonte se entera de que su hijo Hemón,
prometido de Antígona, se suicida al no poder salvarla de la condena de su
padre; más tarde, Eurídice, su madre, se suicida del dolor que le causa la
muerte de su hijo. Ambos, Creonte y Antígona, son culpables de transgredir dos
tipos de leyes, y ambos pecan de furia y soberbia, sentimientos que se castigan
duramente por los dioses. Las muertes regresan a la ciudad al orden original.
En momentos
como los que el mundo vive hoy, de crisis, tensión, amenazas de guerra, la
humanidad vuelve siempre a esos textos antiguos para que nos respondan cuál es
nuestro límite y cómo podemos volver al orden.