Oh…Veo que habéis venido. Pasad, pasad, no tengáis miedo. Sentíos
libres de tomar asiento en mi humilde morada. Por favor, parad de acusarme con
vuestras miradas. Es bien comprensible que me miréis de esa forma. Pero creedme
cuando les digo que debajo de mis harapientos ropajes y la desalineada maraña
grisácea que comprende mi barba, hay oculta una historia que escapa a lo que
cualquiera de los presentes pudiese siquiera imaginar.
¿Acaso no creéis en las apesadumbradas palabras de un simple
viejo? Lo más normal sería pensar que sólo son habladurías de un senil y
demente anciano, cuya mente fue colapsada por el paso del tiempo y el alcohol.
No os lo voy a negar, puede que aquellas acusaciones sean acertadas pero, en lo
que a mi respecta, lo que terminó por derrumbar mi juicio va más allá de vicios
y el progresivo desgaste del recipiente al que llamamos cuerpo. No… Realmente
no os imagináis la treta que el atroz destino me tenía preparada.
Así qué… ¿Estáis preparados para escuchar mi relato? ¿Estáis
listos para escuchar la historia del hombre que alguna vez lo tuvo todo en sus
manos y que las jugarretas de la vida todo se lo arrebataron? ¿Estáis listos
para presenciar la obra más magnifica y sanguinaria de todos los tiempos?
En esa época no era más que un joven como cualquier otro. Un
joven cuyas aspiraciones no escapaban de vivir de juerga en juerga y regodearse
con las mejores compañías que pudiese encontrar. Era así que, ahogando mis
noches en vino y danzando hasta que el matutino trinar de los pájaros se oyese,
derrochaba las horas de mi vida. Está de más aclarar que en ese entonces el
dinero no era problema para mí, al fin y al cabo, obtenía una considerable suma de dinero dada mi
profesión. Por favor, seáis amables conmigo y permitidme alardear un poco al
decir que no era un trabajo que cualquier hombre pudiese hacer. De ser así, la
paga no sería tan fastuosa.
Muchos de ustedes me llamaríais temerario, osado o hasta
llegaríais a tildarme de maniático al tomar
dicho empleo, a lo cual permitidme confesaros con cierto pudor que en
ese entonces sólo acepté dicha labor desconociendo los pesares y complicaciones
que ello podría acarrear. Os ruego comprensión, al fin y al cabo aquello no era
más que un mero “capricho de la juventud” o un claro bloqueo de mis neuronas
ocasionado por el aumento de la testosterona. Entendedlo, al igual que todo
joven, sólo deseaba dinero qué dilapidar. No importaba si mis acciones rozaban
la clandestinidad. ¡Oh, Madre Santa! ¡Os juro que no sabía del asunto en el cual
estaba por embarrar mi nariz!
Desde muy pequeño mis progenitores me habían dotado de una
particular educación religiosa. “Amad al Señor y respetadlo como si de vuestros
padres se tratase, rezadle cada noche antes de dormir y agradecedle por todas
la bendiciones con las que os ha provisto. Recordad que Dios, así como da,
también puede quitar.” Eran sus claras palabras. Sin embargo, como típico niño
iluso al que sólo le preocupaba preservar sus infantiles sueños, hice caso
omiso a sus advertencias y me dediqué a suministrar burlas y risas ante este
supuesto “ser ficticio”. ¡Si tan sólo hubiese sido más precavido y menos
petulante…!
Era ingenuo, y no digo que haya dejado de serlo, pero en ese
entonces intenté llevarme el mundo por delante, ese mundo repleto de obligaciones
y responsabilidades que gozaba evadir. Muchos ya me había advertido acerca de
mis actividades, que me alejarían del sendero, que me perderían a mí mismo. En
respuesta solía prorrumpir sonoras y arrogantes carcajadas frente a los
crédulos que se dejaban llevar por la envidia. Sólo estaban celosos de mi
perfecta y agraciada vida. No sólo era de conocimiento común que fuese un
muchacho bien acaudalado y dotado sino que además se me daba la lírica y, como
no, las mujeres.
Era trovador en mi tiempo libre, uno de los más conocidos
del poblado si cabe agregar. Sabía de cánticos y composiciones musicales por
montones y en las tensones no tenía rival. Siempre en compañía de mi fiel laúd,
siempre en compañía de mi soledad. Mis sonetos no eran para nada especiales. En
ellos me dedicaba a hablar acerca de mi vida y, de cuando en cuando, burlarme
un poco de los incautos que sostenían tener un amigo imaginario. De hecho,
había un particular secreto para mi rotundo éxito y no era para nada grato: la
base de todos mis poemas no era otra que sino una farsa. La gran mayoría de
ellos se sustentaban de fragmentos de cadáveres ajenos ¿pero qué se podía
esperar de alguien con mi oficio?
La oscuridad envolvía el
desolado y espectral parque. La luna se divisaba con dificultad en lo alto,
detrás de los negros y ondulantes pinos y una densa neblina merodeaba por todo
el sitio, impidiendo saber con exactitud a quién pertenecía cada catre. Allí
estaba yo, en mi nocturna labor de interrumpir el profundo letargo de aquellos
soñadores para mi beneficio personal, cuando de repente una diminuta figura se
abrió paso niebla. Era una pequeña niña de andrajosas ropas y un dorado y sucio
cabello. Sus pies, descalzos y negros por la tierra, estaban llenos de heridas
y magulladuras. Sus empalidecidos brazos, que tiritaban por las escasas
temperaturas, podía difícilmente distinguirse de los huesos de un difunto. Su
inocente y descuidado rostro lleno de castañas pecas, que parecía desconocer mi
indecorosa faena, no dejaba de pedirme clemencia.
-Por favor amable señor, tened misericordia de esta miserable y pobre
niña. Si no fuera mucha molestia para usted, os pido un doblón de oro.-
Dijo con voz penosa y ronca mientras señalaba la bolsa con dinero que colgaba
de mi bolsillo.
-Lo siento mi joven niña.- Respondí benévolo a la vez que
resguardaba con recelo el saco en la palma de mi mano.- Por mucho que a este servidor le apetezca ayudarte, has de aprender
a ganar tu propio sustento. Porque como dice el Señor “Bienaventurados sean los
pobres […], porque de ellos es el Reino de Los Cielos”
Con aquel sermón, esperaba que
la infanta diera media vuelta y regresara sobre sus pasos pero, muy por el
contrario, sus ojos se llenaron de una amarga sabiduría que sólo podría ser removida
con sus lágrimas.
-Lo comprendo mi amable señor, pero el Santo Padre también dice: “Bienaventurados los misericordiosos: porque
ellos obtendrán misericordia”- Su terca mirada se clavó en mí con aquel aire de ingenuidad propio de
los infantes. No me gustaba para nada su egoísta obstinación.- ¡Por favor os
ruego comprensión mi piadoso señor! La fortuna ha querido apartarme del lado de
mis progenitores y me veo a mi suerte en este mundo. No tengo forma de
mantenerme ni poseo sustento alguno. ¡Piedad, señor! ¡Piedad!
-Mi corazón se estremece al
escuchar vuestra dolorosa y triste historia pero como el Señor dice:
“Bienaventurados los que tienen hambre y sed […]: porque ellos serán saciados.” Así que no hay necesidad de preocuparse
niña mía, el Señor os proveerá por todos los sinsabores pasados y futuros.
-¡Por favor mi señor,
apiadaos de esta indefensa y hambrienta niña!- Aferró sus gélidas manos en ambas mangas de mi oscuro abrigo. Temblaba
como una hoja en medio de la ventisca y sus mejillas habían adoptado un peculiar
color carmín. De sus negros ojos emergieron dos grandes y saladas lágrimas que
rodaron cuesta abajo por las frías colinas de su cara hasta deshacerse en una
mezcla de agua y suciedad en su barbilla.- ¡Un solo doblón es lo que pido
generoso señor! ¡Nada más ni nada menos!- La aparté con cuidado de
mis ropajes llenos de tierra y sacudí el exceso de polvo.
- No derraméis vuestras lágrimas en vano joven hija del Señor, puesto
que es de común conocimiento que también dijo: “Bienaventurados los que lloran: porque Dios los consolará.”
Sus lágrimas cesaron de repente
y su rostro, ennegrecido por una abrumadora presión, generó una notoria mueca
de desagrado. Dentro de sus ojos comenzó a avivarse una peligrosa llama
escarlata, una llama que parecía consumir mi alma tan fácilmente como si de un
simple puro se tratase. De pronto un miedo irracional invadió mi mente y nubló
mi juicio, no estaba seguro de a qué le temía pero era conciente de que se
trataba de algo sumamente peligroso. La imagen de la desdichada y tierna niña
se desvaneció en el aire junto con la relajante atmósfera que el camposanto
podría proporcionarme.
-Es verdad lo que decís, señor mío. En eso no os contradigo. Pero os
ruego encarecidamente que recuerde que el Santo Padre una vez dijo: “Bienaventurados los puros de corazón: porque
ellos verán a Dios.” Así, en contraposición, aquellos que nieguen a su
prójimo las bondades que vuestro Señor proporciona, recibirán el debido castigo
divino.- Su voz sonaba tosca y molesta pero a su vez, se sentía como si
tuviera un total conocimiento de las palabras que acababan de emerger de sus
pálidos labios.
-¡Que la inocencia os valga criatura de la creación!- Bramé en una
fuerte carcajada.- ¡Dios sólo castiga a
sus enemigos y a los que dudan de su omnipotencia! ¡Vuestro Señor jamás
castigaría a un fiel y devoto siervo que sólo vive para promulgar su santa palabra!-
Pero mis oraciones no provocaban más que leves cosquilleos en los oídos de
la infante. Ella seguía inmersa en su sermón, repitiendo las mismas palabras
una y otra vez: “castigo divino”. Me distancié unos pasos de la criatura, su
voz se iba tornando cada vez más chillona y espectral y de cada dorado cabello
emergió una grotesca y deforme serpiente de ojos tan rojos como la sangre. Su
piel, poco a poco comenzaba a desintegrarse en determinadas partes de su cuerpo
dejando ver su horrendo esqueleto. En un abrir y cerrar de ojos la dulce niña
que antes había estado mendigando frente a mí se transformó en un monstruo de
los que sólo se había escuchado hablar en los peores y más terribles relatos de
enfermizas mentes.
No os lo voy a negar, grité y grité con toda mi aterrada alma. Apenas atisbé a
dar un torpe paso hacia atrás que sólo sirvió para caer en el profundo pozo
situado tras de mí, junto con aquel apacible y demacrado soñador que parecía
esperar con los brazos abiertos mi compañía. ¡Jamás en mi vida había sentido
tal desesperación! Presa del pánico intenté erguirme de nuevo y huir, pero mis
endebles y temblorosas piernas no me lo permitieron. Estaba hipnotizado por esa
risa macabra, desprovista de cualquier humanidad que pudiese haber tenido en
algún momento. Pero mis sentidos volaron definitivamente cuando sentí un frío y
esquelético collar oprimiendo mi garganta hasta el punto de dejarme sin aire.
Palpé desesperado intentando zafarme de la… ¿mano? ¡Era una huesuda y horrenda
mano humana! ¡Los muertos intentaban sepultarme en vida junto con ellos!
Negro. Una oscuridad pútrida y
profunda me iba carcomiendo y sentía como mi alma era apuñalada con cada
carcajada de la niña. Las fauces de la tierra misma me engullían cual gordo y
suntuoso duque devora su cena mientras que el agrio aroma a muerte inundaba la
atmósfera. Mis forcejeos pronto se volvieron inútiles. Las capas de tierra iban
cayendo una tras otra y con ellas, mis escasas oportunidades de escapar. Ya
nada podía hacer, nada más que escuchar su horrenda risa y lamentarme en
silencio.
De pronto, sentí un picoteo en el rostro. “Quizá
ya los gusanos estén comiéndose mi carne”, pensaba. Pero no era así. Otro
picoteo más y abrí mis ojos. Menuda rareza de gusano, tenía un encorvado pico
con oscuras y estaba recubierto por brillosas plumas oscuras. Miré a mi
alrededor confundido, no quedaba rastro de la pesadilla vivida hacía instantes.
Espanté a mi plumífero amigo para luego levantarme de la tumba en la cual me
encontraba apoyado y reí tontamente. Si, una pesadilla ocurrida por dormir en
tan peculiar lugar.
-Tonto. Tonto.- Decía a carcajadas.- Mira que pensar que mi Señor habría de castigarme así. ¡Soy su fiel
siervo y devoto!- Y diciendo esto encaminé hacia el bar más próximo para
embriagarme y olvidar lo ocurrido.
Divirtiéndome estaba yo en otra de las tantas
alocadas festividades nocturnas a las que solía asistir cuando mis ojos fueron
saturados por un aluvión de sensaciones que, hasta entonces, eran desconocidas
para mi precoz corazón. Solitaria en un apartado rincón, como si de el más
preciado de los tesoros se tratase, estaba aquella pálida belleza. Su sonrisa,
más brillante que el más dorado y reluciente doblón de oro, era el centro de
atención de varios muchachos en la sala. Sus manos, tan perfectas y delgadas,
parecían ser el resultado del arrebato emocional de algún artista enamorado. Y
sus ojos… ¡Sus hermosos ojos! Eran tan puramente cristalinos que uno podría
asegurar que la puerta al mismísimo edén se ocultaba tras ellos.
No os miento si les digo que al momento en que su angelical
rostro giró hacia mi dirección, tanto mi alma como cualquier indicio de
cordura, me abandonaron por completo. Tampoco os miento al decir que mí ser,
impuro y desmerecedor de tal goce, fue purificado en el instante en que su
sonrisa iluminó con fervor el bullicioso cuarto. No…nada de aquello fue una
mentira. Aún cuando, ahora, mi cuerpo esté desgastado y marchito. Aún cuando,
ahora, mi mente se desvanezca lentamente y junto con ella el poco juicio que se
resiste a partir. Aún cuando, ahora, no pueda discernir si todo aquello sólo ha
sido parte de un efímero y fugaz sueño producido por el alcohol, sus marcas
jamás se borrarán de mi abatido y
longevo espíritu.
-Eleonora.- Dijeron sus seductores y
pálidos labios con un notorio acento británico al preguntar su nombre.
Los consecutivos días fueron
como una quimera. Bastaba verla sonreír con sus preciosos labios escarlata para
lograr olvidarse del mundo. Siquiera las horrendas pestes que plagaban la
región o la consecutiva ola de crímenes y asesinatos asolaban a la población
era competencia para su eterna belleza. El sólo verla avivaba en mí una llama,
una llama que sólo ella pudo encender y sólo ella podría mantener viva.
De mi mente surgían versos y
sonetos, música y poesía. De repente comencé por adoptar un particular gusto
hacia la vivacidad de la madre naturaleza, así como también me atrajeron la
literatura y la lírica. Poco a poco fui abandonando el trago y las escapadas por
las noches, para así dejarme seducir por la alegre algarabía matutina que
surgía al verla despertar a mi lado cada mañana. No obstante, mi paraíso no
duraría por mucho tiempo. Aquellas fuerzas místicas de las cuales me había
burlado por tanto tiempo ajustarían cuentas conmigo.
Era tiempo de bodas cuando mi Eleonora cayó presa de aquella terrible
enfermedad. Comenzó como una gripe común sin más complicaciones: elevada
temperatura, constantes cefaleas, escalofríos, astenia y demás. Pero puesto que
en esa época nos encontrábamos en pleno invierno no le dí mucha importancia.
Hasta hoy en día me lamento de haberla ignorado.
Los recuerdos de esos días aún
pasean frente a mis ojos como fantasmas merodeando en el camposanto, acusándome
con sus gélidas y lastimeras miradas. Su amable y bella sonrisa que intentaba
apaciguar mis miedos, por más que ella supiera lo que sucedería. Sus tristes
gritos de agonía y su llanto desconsolado. Pero más que nada recuerdo ESA
imagen. Un cuerpo deforme y grotesco tendido en mi cama, los doctores diciendo
que ya nada se podía hacer, que eran cosas de la vida y a ese solitario vestido
blanco colgado en el armario.
Maldecí. Maldecí a mi suerte. Maldecí a Morfeo y su eternidad. Traté con todo,
los mejores médicos, costosos y prestigiosos curanderos y hasta me atrevo a
decir que con la más extrañas artes oscuras. Pero no, nada parecía ser de
utilidad. Fue allí, en ese tenebroso y solitario callejón, cuando por fin pude
comprenderlo. Azoté contra el muro la botella de ron que sostenía en mi mano y
lancé lejos mi pesado saco de doblones. El dinero nada servía en esas
instancias. Fue entonces que oí una familiar pero a la vez extraña voz.
-Tal parece que por fin lo ha comprendido
mi señor.- Hablaron a mis espaldas. Una helada gota de sudor recorrió mi
frente. Reconocía esa forma de hablar. Volteé lentamente y miré aterrado. Era
una niña de rizos dorados y tez blanca.
-Creo que mi señor es lento de entendederas.- Dijo con una inocente
risa.- ¿En verdad creía que vuestro
dinero iba a hacer la diferencia? Podrá haberla hecho gozar de las mejores
diversiones, los más suculentos platillos y los más reservados placeres. Pero
eso poco importa al final del camino. No hay hombre mujer o niño, ni uno solo,
que pueda alejarse del sendero.
-¡Monstruo! ¡Tu me la has quitado!- Bramé lleno de ira. Ya no me
atemorizaba su figura, había vivido la muerte en carne propia y me habían
arrebatado mi alma en vida. No había nada que pudiese espantarme a esas
alturas.
-¿Yo?- Interrogó con ingenuidad.-No se equivoque mi señor. No es usted sino
el culpable de todas las desgracias ocurridas. Se ha escudado detrás de Dios
para sacar partida, miente engaña y roba para poder vivir a sus anchas y
profana el descanso eterno de aquellos que no deben ser despertados. Pero no ha
de preocuparse, se lo aseguro. No voy a llevarlo conmigo.
-¿Y cómo esperas que viva de ahora en adelante? ¡Te has llevado todo lo que me
importaba!- Ella rió con más fuerza aún.
-Que yo sepa, mi señor aún conserva la compañía de su gran bolsa de
doblones. Personas van y vienen al mundo a diario y apenas te mosqueas. ¿Por
qué esto debería de ser una excepción? Viva de su pecado, nútrase de lo
aprendido. Saque algo bueno de su experiencia, con el tiempo verá que es usted
muy afortunado.- Y tras decir esto sacó de sus andrajosos ropajes un
reluciente doblón y me lo arrojó entre carcajadas para luego desaparecer entre
la oscuridad de la noche.
Y esto fue todo, aquí acaba el
relato. Espero que de mi historia ustedes, mentes jóvenes y lúcidas, puedan
extraer una enseñanza., aquella enseñanza que al ser tan ciego y duro de
mollera no pude ver. Jamás he vuelto a ver a la niña después de aquello y
tampoco está en mis planes volver a hacerlo dentro de poco. Aún sigo
reprochándole muchas cosas pero de algo debo reprocharle en particular es este
don maldito que tengo ahora. Puede que en apariencia luzca como un anciano
decrépito pero en lo profundo de mi espíritu aún conservo mi anhelo de
juventud. Si, nada es lo que parece. Puedo parecer un anciano pero así es como
quiero que me vean. Ahora si, ¡retiraos! ¡Dejadme en soledad! ¡Dejadme solo con
mis enfermizos poemas y mi corrompida literatura! ¡Dejadme solo con mi
fantasmal musa! ¿Cómo? ¿Queréis saber más? ¿Queréis saber quién soy realmente?
¿Queréis saber por qué salí invicto de mi enfrentamiento con la muerte? Creo
que a estas alturas ya sabéis la respuesta. No soy nada más que eso, una sombra
del pasado, un cuervo negro. Alguien o algo (ya no lo sé con certeza) que
escapó de la muerte. No, no es correcto decir que escapé de la muerte. Ya lo
habéis notado ¿no? Si, desde un principio, mucho antes de que pudiese darme
cuenta, ya estaba muerto.