lunes, 15 de julio de 2013

Mi madre es una asesina

¿Quién puede decir que no quiere matar a nadie?

Por Tomás Rodríguez


El controvertido director estadounidense John Waters, oriundo de Baltimore (sí chicos, el lugar de Hairspray, acertaron, este hombre es el que dirigió la película en la cual está basado el musical de teatro y su versión fílmica), es posiblemente uno de los cineastas más bizarros, ácidos, asquerosos, desagradables, geniales, provocadores, divertidos, kitsch que han existido. Miento, es el más. Después de él vienen Almodóvar (su equivalente ibérico), y después el resto. ¿Prueba de lo que digo? Mírense la emblemática Pink Flamingos, con sus ingestas de mierda de perro, sus escenas pornográficas, el asesinato de una gallina en vivo (en la escena posterior, la cual fue cortada en el original, los actores la cocinan y se la morfan) la trama absurda carente de cualquier tipo de coherencia, la apología del crimen y la violencia y la sátira de las costumbres y escalas de valores de la sociedad estadounidense son algunas de las características de las películas de este cineasta quien, a pesar de haber conocido el éxito, tener un departamento en New York, y sus propiedades en San Francisco y Provincetown, sigue viviendo en el Baltimore que lo vio nacer y donde filma todas sus películas.
  Mi madre es una asesina (Serial Mom) es una de las últimas, donde si bien la trama y el tipo de humor mantienen su nivel de irreverencia, Waters logra bajar varios cambios (no verán gente comiendo mierda de perro, escenas pornográficas, ni nada de ese nivel de bizarrés). La trama es de por sí tentadora: en una típica familia americana del verde y soleado barrio de Baltimore, donde todos parecen ser perfectos, felices y alegres, la madre de la familia, Beverly Sutphin (una prolijísima y siniestra Kathelen Turner) es en realidad una asesina. Nadie lo sabe, parece ser la perfecta vecina americana que disfruta de su marido correcto y de sus hijos livianamente traviesos y adolescentes. Representante de un estilo de vida cristiano, conservador, algo tradicional. Pero basta que alguien tire basura en la calle, moleste a su hija, o use zapatos blancos en otoño (es decir, no respete lo que se estila vestir en cada estación) para que la protagonista, víctima (¿víctima?) de un serio trastorno compulsivo por matar, descargue su ira sobre el insurrecto.
Además de ser (a pesar de estar filmada en los tonos pastel de la idílica familia americana) una deliciosa comedia negra, donde Waters despliega su humor corrosivo burlándose de los paradigmas culturales del conservadurismo que tanto tuvo que padecer (Waters es homosexual confeso desde muy joven), Mi madre es una asesina es una coqueta provocación a hacernos, con humor, un par de preguntas. Porque lo que suscita en el espectador el personaje de Beverly, sea cuando rompe cabezas o atraviesa vísceras, es simpatía. Es uno de esos personajes que hace cómplice al espectador, aun cuando el espectador sabe que lo que el protagonista hace esta mal.
¿Cuál es el motivo de que el espectador logre cierta empatía con la asesina? No olvidemos, la madre-asesina. El monstruo asesino escondido en un modelo de persona que socialmente nos parecería agrádale, confiable, “blanco”, digno de nuestra amistad, de nuestra simpatía. Y mientras escribo esto me pregunto… ¿Acaso nosotros no hablaríamos así de nosotros mismos? Quiero decir, si uno es ese ser común y corriente, socialmente activo, que intenta manejarse de una forma políticamente correcta, obedeciendo leyes y normas necesarias para la convivencia… ¿Es incompatible esto con nuestro oscuro, sensual y acechante deseo de desaparecer, destruir, y aniquilar a todo ser que vaya en oposición a lo que nosotros consideramos “lo que debe ser”?  Dije “convivencia”. Convivir, nosotros convivimos con nuestros vecinos, con las maestras que educan a nuestros hijos, con aquel que lleva una vida diferente, que pertenece a otro partido político, que adopta costumbres y modas que nosotros no compartimos. Pero hay otra cosa que convive con nosotros, los “correctos”: convive el morbo, el gusto por el mal, por la transgresión, por romper los límites, incluso los que nosotros nos ponemos. Hay un límite para la acción que se puede ejercer sobre otro. Pero, ¿cuántas veces usted ha querido darle un tiro en la cabeza a alguien que lleva un día a día diametralmente opuesto al suyo? Se lo pregunto con sinceridad, estamos hablando de dar un tiro en la cabeza de una persona. Hablo muy en serio.
John Waters

¿Será que el ser humano es esencialmente alguien que nace pateando puertas y balbuceando como un animal, dispuesto a barrer contra quien sea que se oponga con su deseo de cómo deben ser las cosas? ¿Y no será que, por suerte, una cultura del convivir le pone frenos a nuestra sed de matar y nos transforma en apacibles ciudadanos, distintos de los asesinos y sátrapas que viven en el vicio? No podríamos asegurar que en el fondo de cada uno de nosotros hay un sátrapa, un monstruo, alguien violento. Lo raro es que en esta película la protagonista no es una simple asesina que desea subvertir la ley: mata a los que ella cree que van en contra de “la moral y las buenas costumbres”. Nunca llega a verbalizarlo, pero uno podría suponer que Beverly, la madre asesina, cree que hace lo correcto. Mientras tanto, su hijo, fanático del cine gore (ese cine que exhibe con total ausencia de pudor hechos violentos, masacres y desmembramientos) considera que su madre es lo máximo, y todos parecen querer hacer de esta mujer una celebrity, hay fascinación por este ser que se ha atrevido a matar, que se ha atrevido a hacer lo que nosotros no nos atrevemos a hacer. El hijo de una de las victimas llega a calmar su odio hacia la asesina cuando le hablan de que podría participar en una miniserie basada en el caso, que ya ha cobrado relevancia de best seller. El término “chivo expiatorio” designa a aquella persona a la cual un grupo culpa de todos los males como forma de pensarse limpios, haciendo responsable a ese ser de las peores bajezas. Lo genial es que aquí el monstruo que habita en la siniestra ama de casa parece generar más cholulismo que espanto. Uno de los métodos que utiliza Waters para generar esto es que las víctimas de Beverly son, efectivamente, inocentes; pero mucho más desagradables que ella, aunque sea una asesina. Nos ponemos de parte de Beverly porque seguramente en la vida hay gente que, aunque no sea criminal, ejecutaríamos como si lo fuera. Por un motivo “tan razonable” como el de no rebobinar los VHS después de terminarlos de ver. La contradicción moral de la sociedad es de lo que el director se ríe en esta desopilante comedia.
¿Es loable que alguien se anime a dar muerte a otra persona? Eso no es realmente lo que importa, lo que importa es qué nos pasa cuando sabemos en una película de terror que la rubia va a morir y disfrutamos con el asesino la acción de perseguirla. Tranquilos, espectadores, no los estoy acusando de nada. Yo, les confieso, comparto el mismo placer. Ese placer de glorificar la barbarie en la ficción, apaciguando así las ansias de llevarla a cabo en la vida real. Como el terrible Waters dijo una vez: “Me hice director de cine porque quería ser delincuente juvenil pero no pagar las consecuencias”.





 

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